La muerte del rey Alejandro III de Escocia, origen de las leyendas de William Wallace y Robert Bruce

Entrada extraída del libro Los Plantagenet

En 1286 gobernaba Escocia Alejandro III. Se había casado en primeras nupcias con Margaret, hija de Enrique III de Inglaterra, pero tanto ella como sus tres hijos (dos varones y una mujer) habían muerto antes que el monarca. Sin embargo, su hija (Margaret) había tenido tiempo, antes de fallecer, de casarse con el rey de Noruega y ser madre de una niña, también llamada Margaret, nieta y única descendiente directa de Alejandro.
El monarca estaba preocupado por dar al reino un hijo que garantizara la estabilidad en Escocia. Por este motivo se concertó su casamiento con la joven francesa Yolande de Dreux. Sin embargo, cuando Alejandro III se dirigía al encuentro de su nueva esposa, fue sorprendido por una fuerte tormenta y, tras caer de su caballo, falleció.
La compleja situación que su muerte ocasionó con su sucesión fue resuelta por una serie de acuerdos adoptados por los magnates del reino de Escocia que se conocen globalmente con el nombre de Tratado de Birgham. Los puntos más importantes de estos acuerdos fueron dos:

En primer lugar, se designó un consejo de seis Guardianes del Reino, en el que se cuidó escrupulosamente de mantener el equilibrio entre el norte y el sur del país y entre las dos más poderosas familias de Escocia (los Balliol y los Bruce). El objetivo principal de este consejo era preservar los derechos hereditarios de la niña Margaret de Noruega durante su minoría de edad.

En segundo lugar, se comprometió a Margaret, futura reina de Escocia, con el hijo del rey inglés Eduardo I (quien posteriormente reinaría con el nombre de Eduardo II). Se dejaba bien claro, sin embargo, que la unión matrimonial entre los representantes de ambos reinos no afectaría a la existencia de Escocia como reino independiente, que debería ser respetada y mantenida por Inglaterra.

El frágil equilibrio conseguido con el Tratado de Birgham se rompió al fallecer Margaret cuando viajaba de Noruega a Escocia en 1290. Se hacía necesario elegir un rey y, para evitar lo que parecía un evidente riesgo de guerra civil, los guardianes tomaron una decisión que, a la larga, se demostró como desastrosa, aunque en su momento pareció acertada: solicitaron para dirimir la cuestión de la designación del nuevo rey el arbitraje del monarca inglés Eduardo I.
Puede parecer extraño que solicitaran la mediación de Eduardo en la elección de su rey, pero era el monarca europeo más experto como mediador en este tipo de conflictos. Además, era el candidato ideal para el papel debido a las estrechísimas relaciones entre los dos reinos vecinos. Todos los grandes señores de Escocia poseían importantes posesiones en territorio inglés, por las que eran vasallos de Eduardo. El que muchos consideraban mejor candidato al trono, John Balliol, era hijo de un inglés que había luchado junto a Enrique III en la batalla de Lewes. El otro gran candidato con más posibilidades, Robert Bruce, había acompañado a Eduardo en su casi mortal experiencia en las cruzadas junto a varios hermanos de John Balliol. Y un contingente escocés viajó para apoyar a Enrique y Eduardo en la batalla de Evesham contra Simon de Montfort, aunque no llegó a tiempo de participar en la lucha. El nombramiento de Eduardo como mediador, pensaron los guardianes, era sin duda la mejor elección.
Como paso previo a pronunciarse sobre cuál de los candidatos tenía mejor derecho al trono escocés, Eduardo se dispuso a poner fin de una vez por todas a una cuestión que había sido objeto de larga polémica entre ingleses y escoceses: si el rey de Inglaterra era señor feudal del de Escocia, al que este debía rendir homenaje, o no. Se trataba de un asunto sobre el que ingleses y escoceses no se ponían de acuerdo, sacando a la luz viejas leyendas sobre el nacimiento mítico de uno y otro país.
Pero, más que estas leyendas, lo que realmente importaba en la cuestión eran los precedentes. El primero de ellos se produjo en 1174 cuando el rey de Escocia, Guillermo el León, fue apresado por Enrique II de Inglaterra y le rindió homenaje. Posteriormente, una vez libre, renegó de su juramento alegando que lo hizo coaccionado. Ricardo Corazón de León acordó con él renunciar al homenaje a cambio de una considerable suma de dinero para financiar su cruzada.
Cuando Alejandro III de Escocia se casó con la hija de Enrique III se negó a la petición de este de que le rindiera homenaje. Eduardo I, al ser coronado en Westminster, le requirió nuevamente para que lo hiciera. Diplomáticamente, el escocés contestó que sí, pero solo en lo que hacía referencia a sus tierras en suelo inglés. Eduardo insistió en que le rindiera homenaje también como rey de Escocia. Alejandro contestó: «El único que tiene derecho a que le rinda homenaje como rey de Escocia es Dios, y solo Él es mi soberano».
Por eso, cuando se le pidió que mediara en la elección del nuevo rey escocés, el monarca inglés decidió que era hora de poner fin al problema. Al inicio de la reunión el representante de Eduardo exigió que el rey de Escocia que resultara elegido en el proceso debería reconocerle como señor feudal. Había dado ese paso porque unas semanas antes había recibido una carta de Robert Bruce, en la que ratificaba la interpretación inglesa sobre su soberanía respecto de Escocia, y pensaba que eso aseguraba que los Guardianes estarían también de acuerdo. Pero estos reaccionaron indignados, señalando que solo un rey de Escocia podía decidir sobre esa cuestión y que para ellos el rey de Inglaterra no era señor feudal de Escocia. Dicho esto se levantaron y abandonaron el consejo. Eduardo cambió de táctica.
Si antes de iniciarse el proceso de elección del candidato con mejor derecho al trono todos y cada uno de los aspirantes le reconocían como señor feudal, los Guardianes no podrían decir nada. Ellos mismos habían reconocido que no les competía decidir al respecto. Robert Bruce aceptó rápidamente y ello hizo que John Balliol, que probablemente hubiera opuesto mayor resistencia, lo hiciera al día siguiente para no quedarse fuera de la competición. Conseguido el consentimiento de los dos principales contendientes, el del resto era pan comido. Eduardo había conseguido que, fuese quien fuese elegido rey de Escocia, él sería su señor feudal y recibiría su homenaje. El proceso para elegir un rey podía empezar.
Para explicar los argumentos de unos y otros candidatos al trono de Escocia la pregunta esencial era: ¿Tiene mejor derecho el hijo de la segunda hija de un miembro de la realeza o el nieto de su primera hija? Esa era la discusión entre John Balliol y Robert Bruce. Ambos basaban su derecho en que eran descendientes del hermano del rey escocés Guillermo, David. Balliol era nieto de su hija mayor y Bruce hijo de su segunda hija.
Eduardo se inclinaba más en favor del criterio de Balliol, porque tenía un caso similar en su propia casa y le interesaba defender el criterio de la primogenitura (propio de la ley feudal) sobre el de los grados de descendencia (procedente de la ley romana). Posteriormente se generalizó la opinión de que lo hizo porque consideraba que John Balliol sería un rey de Escocia mucho más maleable que Robert Bruce, pero no está claro que fuera así para los asesores que asistieron al proceso, que también mayoritariamente se pronunciaron a favor de Balliol. Es fácil asumir esa posición de Eduardo conociendo a posteriori el desastroso desempeño de su elegido.
Eduardo no estaba dispuesto a ponerles las cosas fáciles a los escoceses. Había ni más ni menos que trece aspirantes al trono, aunque nadie se planteaba que alguien que no fuera Balliol o Bruce tuviese posibilidades reales de ser elegido, pero Eduardo insistió en escuchar los argumentos de todos y cada uno de ellos. Solo había uno que podía ser considerado seriamente, Florence, conde de Holanda, quien sorprendió contando la curiosa historia de que David, de quien descendían tanto Balliol como Bruce, había renunciado a sus derechos dinásticos en favor de su hermana Ada, de la que él descendía. La historia parecía algo absurda, pero Eduardo se agarró a ella para dilatar el proceso y dio a Florence diez meses para que aportara pruebas de sus argumentos. Entretanto, para cubrirse las espaldas acordó el matrimonio de su hija con el de Florence.
El 5 de noviembre de 1292, Eduardo dictaminó que John Balliol tenía mejor derecho al trono que Robert Bruce. Como consecuencia de ello, este se alineó con Florence de Holanda, cuya pretensión estaba todavía por decidir. Según los rumores, Florence había prometido ceder a Bruce una tercera parte del reino si resultaba elegido. Pero Eduardo tenía claro su candidato, y el 17 de noviembre de 1292 John Balliol fue designado rey de Escocia.
Como vemos, el proceso llevó su tiempo, pero finalmente todo quedó resuelto. Para los escoceses, el papel de Eduardo I de Inglaterra en Escocia había finalizado. Para él no había hecho más que empezar… pero esa es otra historia (ver entradas dedicadas a William Wallace y a la batalla de Falkirk).

12 respuestas a «La muerte del rey Alejandro III de Escocia, origen de las leyendas de William Wallace y Robert Bruce»

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