En relación con el Ricardo III de Shakespeare (el malvado jorobado asesino de su hermano, sus sobrinos y del rey Enrique VI) es preciso diferenciar entre los hechos que no se corresponden con la realidad histórica (ver la entrada del enlace) y un segundo aspecto, la posibilidad de que el Ricardo III que Shakespeare describió estuviese en realidad basado en un personaje contemporáneo del autor teatral.
Hay que partir de una base: Shakespeare escribió Enrique VI y Ricardo III durante el reinado de Isabel I, la última reina de la dinastía Tudor, un momento en el que se había acumulado más de un siglo de historias sobre lo ocurrido durante el reinado de Ricardo III, donde cada narración añadía más detalles escabrosos a la anterior y que culminó con las obras de Shakespeare. El hecho de que estas historias se elaborasen durante el reinado de los Tudor no implica la existencia de un complot contra la imagen de Ricardo III dirigido por los propios reyes de la nueva dinastía. Matthew Lewis lo explica así:
«Se ha señalado a los Tudor que siguieron el trono a Ricardo III como sus enemigos no solo en el campo de batalla, sino también en la lucha por su reputación después de la batalla. Esta es una visión demasiado simplista. Los escritores que ofrecieron como verdad inmutable lo que eran sus puntos de vista, opiniones y recuerdos en los años, décadas y siglos que siguieron a la batalla de Bosworth crearon sin lugar a dudas una polémica que condenaba a Ricardo y que alcanzó su clímax en la obra maestra de Shakespeare que lleva su nombre sin guardar la más mínima relación con su historia. Los Tudor, en realidad, contribuyeron poco a la creación de este mito, más allá del hecho de sentarse en el trono. La noción de un ataque concertado dirigido por los Tudor no puede probarse. En su lugar, la ficción y la moralización que frecuentemente se disfraza como historia, una palabra que ha evolucionado en su significado a lo largo de los siglos hasta convertirse en lo que reconocemos como tal hoy, fue simplemente una bola de nieve que fue creciendo a medida que tomaba velocidad. Desde John Rous, que reescribió su propia versión de la historia al terminar la batalla de Bosworth para crear una nueva imagen de Ricardo III como un monstruo ambicioso, el molde fue tomando forma. Polidoro Vergil se apoyó en esta versión para presentar la subida al trono de los Tudor como una bendición para una nación necesitada de un salvador. Tomás Moro, el primer arquitecto famoso de la malvada reputación de Ricardo III, probablemente ni siquiera escribió algo que hoy calificaríamos como historia, sino más bien un ejercicio de corte clasicista sobre el examen de la naturaleza de la tiranía, que se preocupaba poco de los hechos reales y mucho más de la fábula moral. La Crónica de Hall, recopilada a mediados del siglo XVI, convirtió la historia en más morbosa para superar a Moro. La obra de Shakespeare fue simplemente la traca final por todo lo alto de una cacofonía que llevaba un siglo gestándose. Cada nueva narración del cuento añadía un peldaño, un giro dramático o un nuevo crimen, lo que era necesario para atraer a un público que ya se sabía la versión anterior del cuento. No hay que olvidar que Shakespeare se ganaba el sustento vendiendo entradas. No está de más recordar que las licencias contenidas en las obras de Shakespeare no solo afectaban a Ricardo III. En la segunda parte de Enrique VI se narran los últimos momentos de la vida del cardenal Beaufort. Shakespeare describe a un hombre obsesionado por sus riquezas y que, al ver que las mismas no le sirven para esquivar la muerte, fallece siendo desgraciado como si eso fuese todo lo que importase a un hombre de iglesia que iba a reencontrarse con Dios».
En palabras de Nathen Amin, «claramente, la vida de Ricardo III no es la única con la que el bardo se tomó licencias creativas».
Incluso cuando Shakespeare pretende ofrecer una imagen positiva de Ricardo III, la interpretación se ha deformado hasta el extremo contrario. Me refiero concretamente a la famosísima frase que el Ricardo de Shakespeare pronuncia en la batalla de Bosworth («un caballo, mi reino por un caballo»). Leída dicha frase en el contexto de la escena descrita por Shakespeare está claro que el rey solicita un caballo para reincorporarse a la batalla y tratar de enfrentarse al Tudor (llega a decir que ha matado a cinco hombres que vestían como Enrique pensando que eran él). Sin embargo, a lo largo del tiempo se ha consolidado la imagen de que en esa escena Ricardo pide un caballo para huir cobardemente del campo de batalla al verse perdido. Algo que no se corresponde con la bizarra actitud del rey en Bosworth.

Queda una última cuestión por tratar. ¿Y si Shakespeare estuviese ocultando en su retrato de Ricardo III una crítica a un personaje muy importante de su propia época? La obra de teatro Ricardo III fue escrita en la década de 1590, probablemente alrededor de 1593. Era un momento delicado en Inglaterra. Habían pasado sesenta años desde el cisma anglicano provocado por Enrique VIII, pero la cuestión religiosa estaba lejos de haberse resuelto definitivamente.
La reina Isabel I iba envejeciendo y era evidente que no iba a tener un heredero. La sucesión al trono era un tema candente, aunque nadie se atreviese a plantearlo abiertamente. Y la duda sobre quién sería el sucesor estaba íntimamente ligada con la cuestión de si el nuevo rey sería católico o anglicano. La opinión general es que Shakespeare mantuvo durante toda su vida en secreto su fidelidad a la religión católica. Estaba muy ligado a dos de sus principales mecenas, los condes de Essex y Southampton, ambos conocidos católicos. Hay quien piensa que su obra Hamlet es una velada llamada a las armas para los católicos ingleses, lo que sugiere que el autor teatral pudo ocultar algún mensaje procatólico en otras de sus obras.
Esto nos lleva al caso de Ricardo III. La principal característica física de su personaje es que era jorobado. Aunque el descubrimiento de los restos del último Plantagenet confirmó que padecía escoliosis, este es un detalle que Ricardo trató de ocultar toda su vida y que no llegaba a ser tan exagerado como para calificar al personaje como jorobado. Sin embargo, en la época de Shakespeare existía una figura pública muy importante que sí que era jorobado y con quien los espectadores de la época podían identificar claramente a un personaje que sufriese esa tara en cuanto el actor subiese al escenario: Robert Cecil.
Robert era hijo de William Cecil, el hombre que durante todo el reinado de Isabel I se había convertido en su principal asesor. En 1590, Robert se convirtió en secretario de Estado. Su padre lo había educado para sustituirle como asesor de la reina. Padre e hijo trabajaban activamente en esa época para conseguir que el rey Jacobo VI de Escocia, de religión protestante, sucediese a su muerte a Isabel I.
En Ricardo III Shakespeare retrata a un personaje que ha trastocado el orden natural de la sucesión, asesinando a quien se interpusiese en su camino al trono, ya fuese su hermano o sus sobrinos, o incluso envenenando a su propia esposa. Con ello consiguió la corona durante un breve tiempo, pero su aventura terminó en desastre, con su muerte en Bosworth y el final de su dinastía. En opinión de Matthew Lewis, con su Ricardo III Shakespeare «estaba advirtiendo de que Robert Cecil se convertiría en el artífice de la caída de los Tudor».

Llama también Lewis la atención sobre la importancia del papel de la religión en la obra. «La religión se convierte en un asunto central, el deseo del hombre por hacer su voluntad frente al plan de Dios. La intención de Cecil es imponer un sucesor protestante frente al retorno a la religión “correcta”, el catolicismo. Robert Cecil está actuando contra el deseo de Dios para conseguir lo que desea».
A medida que Isabel I envejecía sin heredero, la cuestión de la sucesión preocupaba más y más en Inglaterra. La toma del trono por Ricardo III desbancando a Eduardo V había sumido al reino en graves convulsiones políticas que habían llevado a la guerra civil y, en el relato de los Tudor, a la necesidad de un salvador que corrigiese la situación.
Seguimos de nuevo a Matthew Lewis: «Shakespeare estaba advirtiendo a Isabel I que estaba corriendo el riesgo de lanzar al país a un período de oscuridad que llevaría a una restitución violenta. Su obligación era asegurar una transición tranquila y, al no hacerlo, sería el país el que lo pagaría».
Así planteado, el mensaje que Shakespeare estaba lanzando con su obra era un aviso a la reina sobre los efectos de una sucesión no resuelta y de permitir que Robert Cecil actuase según su criterio y orquestase la subida al trono de un rey escocés y protestante.
Shakespeare y sus mecenas deseaban ver a un monarca católico en el trono de Inglaterra que devolviese al país a la religión verdadera. De hecho, los condes de Essex y Southampton terminaron rebelándose y tratando de capturar a la reina para que se viese forzada a acceder a sus demandas. Essex fue ejecutado y Southampton condenado a muerte, que le fue condonada por cadena perpetua.
Finalmente, sucedió lo que Robert Cecil deseaba y el protestante Jacobo subió al trono inglés. Si, efectivamente, la intención de Shakespeare al escribir Ricardo III era retratar a Robert Cecil e intentar lanzar un mensaje en favor de la causa católica en Inglaterra, el autor teatral no fue consciente del daño que su obra causaría en la imagen que Ricardo proyectaría en el imaginario público inglés durante siglos.
No obstante, hay que reconocer que, al igual que sin Mel Gibson probablemente muy poca gente habría oído hablar de William Wallace (a pesar de las muchas licencias históricas de su Braveheart), sin William Shakespeare, fuesen cuales fuesen sus licencias, quizá no hubiéramos prestado mucha atención a un conflicto por el trono de Inglaterra en 1455 o al oscuro personaje que se sentó en el trono inglés durante apenas dos años.
Imagen| Wikimedia Commons.
Fuente|Daniel Fernández de Lis. Lo que Shakespeare no te contó de la guerra de las Rosas. Libros.com (Madrid, 2020).